Las cartas están sobre la mesa. La apuesta ya está hecha. Tu observas tus cartas. Yo intento mirar las mías. Pero no puedo verlas. Una nube de lágrimas cubre mis ojos, una lágrimas que han quedado acumuladas después de mucho tiempo. Cada vez subes más la apuesta. Yo te sigo, sí, te sigo aunque no se a dónde me llevará el destino. Se que tengo las de perder. Tu cara no refleja ningún sentimiento, pero eso no es una novedad. La partida llega al momento final. Tu has de mostrar tu mano, y yo la mía. Tiemblo al intentar dejar las cartas. Y entonces sucede. Tiras tu ganadora escalera de color con un soplido, y me quitas las cartas de las manos para después arrojarlas con las tuyas. Me agarras de la mano, y con la otra me cierras los párpados. Cuando abro los ojos, nada cambia. Nada excepto que las lágrimas han desaparecido. Nada excepto que estás sonriendo, que estás sonriéndome a mi. Y te miro a los ojos. Ahora si reflejan algo de lo que siente tu alma. Me quieres.

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