Corría el año 1938, en pleno apogeo de la Guerra Civil Española. Era mediodía, y hacía mucho calor en la capital. El sol daba de pleno, y el cielo estaba despejado, lo que contrarrestaba con el ánimo de sus habitantes. A la hora de comer, muchos eran los que no podían permitirse ningún lujo, bueno, ni a esa hora ni a ninguna. Una joven, que debía sobrepasar la veintena, pero no por mucho, era arrastrada en plena calle por los militares de Franco. Todos sabían quién era aquella muchacha de la alta burguesía, pues su belleza no pasaba inadvertida en la multitud de fiestas y eventos a los que asistía. Todos los jóvenes intentaban pretenderla, y ella era el orgullo de su familia. Amelia era guapa, amable e inteligente, quizás su intelecto fue lo que la llevó a su horrible destino. Antes de la guerra, ella estaba prometida con un hombre rico, bien posicionado, atractivo y, que además, le daba muchas libertades para su época. Si, los dos se querían, pero no se amaban. Sabían que era un matrimonio de conveniencia, pero lo pasaban bien juntos. Amelia siempre aspiraba a vivir una aventura como la los libros que leía. Él y ella solían hablar de muchas cosas, solían ser felices. Pero la guerra lo cambió todo, él era demasiado liberal, y no tardaron demasiado en fusilarlo. El padre de Amelia acabó en la cárcel, y ella era, o más bien quería ser, una chica de acción, que fue conociendo a gente. Acabo como una de las líderes de un grupo anarquista, intentando luchar contra el hombre que le había arrebatado todo lo que tenía. Aunque lo cierto es que la guerra trajo cosas buenas para ella. Se enamoró de un hombre, se enamoró de verdad, y descubrió la verdadera amistad. Amelia había dejado la seguridad de casa de burguesa para instalarse en un pequeño apartamento que compartía con otros miembros del grupo, y también con su amado. Pero como todos saben, en la guerra el hermano vende al hermano, el amigo traiciona al amigo y el vecino regala a su vecino por unas míseras monedas. Y por eso ahora ella trataba de zafarse de los franquistas que intentaban encerrarla. Puede que fuera objeto de la sensación de que iba a morir, pero en ningún momento dejó de gritar. Mientras la perseguían, ella chillaba que soñaba con la libertad, con poder decir lo que quisieras, con tener los mismos derechos que los hombres, y demás. Esperaba que los niños que la veían creyeran que había un futuro mejor. Esperaba que los hombres que la oyeran descubrieran que había que luchar hasta el final. Y, por fin, después de unos minutos gloriosos para ella, las balas liberaron todos aquello pájaros que tenía en la cabeza de la forma más literal.
Amelia dejó un hijo, un hijo que conocía la historia de su madre. Un hijo que supo que, después de todo, lo único que su madre lamentó en el momento de morir fue dejarle a el y a su padre en la guerra, porque ella ya había cumplido su destino.

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