Entré en su casa, como casi todas las tardes de verano. Subimos juntas las escaleras al ático y los abalorios que tenía colgados en la puerta tintinearon a mi paso. Me recordó a aquellas comidas familiares en las que chocaba los vasos cuando era pequeña. "¿Qué tal estás?", preguntó ella. Era una de mis mejores amigas y lo sabía todo de mí, así que no tenía por qué mentir. No contesté, me limité a reír escandalosamente y tapar mis muñecas con las muchísimas pulseras que llevaba. Me senté en el sofá y la miré. Ella devolvió la mirada con ojos preocupados, y comprendí que daba igual que llevase mil pulseras, que ella vería algo más en mis brazos. No habló. Puso las manos en su cabeza un momento, y pude ver que aquello no era justo, que no debía pasarlo mal por mi culpa. En ese momento tuve ganas de llorar, y supe que, si no me controlaba, acabaría por hacerlo. Pero ella, en lugar de preguntarme "¿Por qué?", de juzgarme o pasar de mí, me abrazó y me dijo "Tú sabes que yo estoy y estaré aquí siempre, ¿no? Si quieres cortarte, puedes llamarme, como si es necesario que contrate una tarifa plana para llamarte yo. Siempre voy a estar ahí." Y ya si que no pude evitarlo. Lloré. Por primera vez en semanas, lloré en lugar de recurrir a mi buena amiga la cuchilla. Lloré a pesar de que se estropeara todo mi maquillaje. Ella me miró y me dijo "¿Tomamos una magdalena y un capuchino? Y no pensé en calorías, en grasa o en sentimientos de culpa. Solo la abracé y susurré un "gracias" que todavía perdura hoy.

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